«Durante una de las clases diarias de ballet clásico de la escuela en Ucrania, la maestra nos hizo repetir muchas veces, aún en la barra, como preparación para un ejercicio, esos acordes iniciales donde movemos un brazo suavemente junto con la cabeza, para señalar que estamos comenzando una secuencia. En este caso fue una secuencia que nunca empezó porque la maestra nos hizo practicar esta preparación durante toda la clase.

En ese momento, pensé que este perfeccionismo era una pérdida de tiempo porque había muchos movimientos, tours, saltos para practicar y mejorar técnicamente. Y allí estábamos, repitiendo hasta la extenuación aquella preparación cuya ejecución ni siquiera requería esfuerzo o especial destreza.

Años después volvió este recuerdo. Para entonces me había dado cuenta de que hay algo más que diferencia a un bailarín de otro, más allá de la técnica. Algo inexplicable, algo subjetivo, pero que el público siente, prefiriendo a unos intérpretes más que a otros. Muchas veces, vi actuaciones en las que yo misma no podía apartar la vista de un bailarín en particular. También me preguntaba acerca de mis propias actuaciones y por qué algunas parecían obtener una mejor respuesta de la audiencia que otras.

Fue cuando comencé a meditar que vi  algo de luz sobre estos temas. La práctica de la meditación dio lugar en mi danza a nuevas reflexiones sobre estar en el escenario. Poco a poco pude entender a mi maestra y la lección donde nos enseñó que cada movimiento debe realizarse con la máxima presencia, nunca automáticamente. La danza es un arte que sucede en el momento, demandando entrega y totalidad.

Tiempo después en NY, tuve la suerte de ponerme en contacto y empezar a estudiar diferentes métodos de Educación Somática. Distintos enfoques con un mismo objetivo, basados en el autoconocimiento traer una mayor conciencia del movimiento y un mayor dominio del cuerpo del bailarín. Estas prácticas, junto con la meditación, tuvieron un gran impacto en mi forma de bailar.